martes, 29 de abril de 2014

El Aikido

El AIKIDO

Por Míchel Piédoue
Traducido y extractado
por Pablo Véliz
de Question de Editions Retz París

 


Ser físicamente fuerte no es siempre una ventaja en una sociedad donde la primera tendencia será precisamente de limitarte a tu aspecto, para en seguida servirse de él. Ese ha sido mi caso. Fatigado de las provocaciones, tanto como de ceder siempre a las demandas de ayuda de los que no tenían la estatura para luchar, decidí paradójicamente ir más lejos practicando judo.

En esa época, el judo permanecía como el arte misterioso, la victoria de los más débiles sobre los más fuertes, Pero sobre los "tatamis" uno se desengañaba muy rápido. El judo es un deporte difícil, que no se puede disociar de la competición, y a mí apenas me atraía competir.

El competir, tal como los educadores deportivos lo repiten incansablemente, es la superación de sí, lo que no deja de tener una virtud, pero en conformidad al rendimiento de los otros. Esto tiene, para un hombre joven, algo de exaltante y de frustrante a la vez. De una cierta manera, competir despoja al deporte de su acción. Es más un trueque que una conquista: mi energía contra honores, dinero o el sentimiento efímero de ser alguien fuera de lo común. El deportista que se sacrifica por la sola competencia no prosigue su práctica más allá de los límites de su cuerpo. Él se inscribe en una regla implacable: "debo rendir el máximo para tener el derecho de detenerme un día".

Todo esto, por inmaduro y poco habituado a la reflexión que uno sea, se resiente muy pronto. Tengo el recuerdo de haber luchado sobre los tatamis con todo el encarnizamiento de la juventud, pero sobre todo empujado por una cólera sorda contra los que me habían puesto en esa situación.

No se hace nada sin soñar. El adolescente lo sabe más que nadie. Pero muy pronto los adultos nos colocan en un cruce de caminos: ceder a ellos esperando llegar a ser un astro, o ignorarlos para proseguir nuestro sueño de héroe en busca de lo sobrenatural, Fue esa elección la que a los dieciséis años me impulsó por la vía del jiu-jitsu.

El jiu-jitsu es ante todo un combate por uno mismo. Ninguna otra meta que la de probar que en toda circunstancia se sabrá quedar con vida. Pero esta práctica también tiene sus limitaciones. Apoyándose esencialmente sobre las cualidades físicas del practicante (fuerza, rapidez, flexibilidad) nuestra eficacia, al disminuir estas cualidades, tiende igualmente a bajar. Ahora bien, el héroe no tolera ningún límite. El no cree ni en el envejecimiento ni en la muerte. Él está ya inscrito en un mundo sobrenatural.

Y eso sobrenatural es lo que percibí al asistir por la primera vez a una demostración de aikido. Creer en lo sobrenatural no significa que uno sea ingenuo o que se vaya a creer todo aquello que querrán hacernos creer. Tuve rápidamente la evidencia de que este aikido, cuyas técnicas de esquivamiento y de colaboración me habían dado locas esperanzas, no tenía ninguna eficacia. Cualquiera que fuera la calidad de las enseñanzas encontradas, sus randori (pruebas de combate) sólo funcionaban con la complacencia de los atacantes.

Pero un sueño tiene la piel dura. Rehusé creer haberme equivocado, y abrí un club donde comencé por darle la espalda al espíritu mismo del aikido, esforzándome, como muchos antes que yo, en hacer de ello una práctica deportiva. Me decía que para acceder a la eficacia debía trabajar cada vez más rápido, siempre más vigilante, agudizar mis reflejos. Obtuve, seguramente, algunos resultados, pero nada tenía que ver con mis ambiciones, y a menudo debí apelar a mis conocimientos del judo, o kárate, para concluir mis combates. El cuerpo estaba siempre ahí como una barrera. Y el cuerpo solo no tenía nada que ver con el sueño.

Cómo llegué al budo (combate por el espíritu), lo ignoro. No había buscado en forma consciente. ¿Es posible que simplemente haya continuado soñando? ¿O que con la edad haya entrado en conflicto con un cuerpo que comenzaba a perder sus cualidades? ¿O tal vez, simplemente, haya siempre reconocido mis fracasos sin renunciar por ello al éxito? Pero creo sobre todo que hay en cada hombre una evolución inherente a nuestra naturaleza, y que el envejecimiento es la evidencia para aquellos que no quieren entrar humildemente en el ciclo del mundo. Rehusar, dar la vuelta alrededor de lo que nos impide vivir, objetos, individuos o símbolos, nos matricula automáticamente en la Vía, allí donde la energía prevalece sobre el cuerpo, y donde, contra toda tendencia de muerte, se elige moverse, liberarse, liberar el mundo, y preservar nuestra vida y la de los otros.

El guerrero aprende a matar porque él cree que todos quieren tomar su vida y que esta es la única manera de preservarla. Después, aprende a proteger su vida sin atacar la de otros, luego a proteger la vida de los demás y, por fin, a dar la vida. Desde un combatiente sangriento ha llegado a ser un sanador. Esta es la Vía.
El aikido es la "Vía de la unidad de las energías" o “La Vía de la Amistad”. Quien elige esta práctica se define generalmente como un hombre no violento, pero que resiente su no violencia como un factor en contra frente a una agresividad que él entiende mal. Para resolver esta desigualdad, al comienzo sentirá la tentación de volverse hacia disciplinas como el judo, el kárate, el jui-jitsu, cuya finalidad está dirigida sobre todo a reducir al agresor a la impotencia. Dicho de otra forma, llegar a ser el más fuerte procede de la cultura occidental, la que no concibe más que dos posibilidades en caso de conflicto: vencer o ser vencido.

Pero el no violento no se siente cómodo en esta perspectiva. Él no desea ni vencer ni ser vencido, y su natural respeto del otro le da el sentimiento de ser definitivamente una víctima. Se esforzará, por lo tanto, en vivir lejos de los conflictos y de las realidades físicas dentro de estructuras protegidas. Pero esto no lo hace dichoso. Él no ha resuelto el problema de su temor, que toma equivocadamente por pereza, Hasta el día en que oye hablar del aikido.

El aikido es un budo: el arte de defenderse por el espíritu. He aquí una fórmula seductora para quien lo ignoraba, o no ha tenido la ocasión de colocar su cuerpo en primer plano en un enfrentamiento físico.

Esto es sin duda el debate y el recorrido por el cual todo practicante de aikido deberá pasar. Pero es también un momento extremadamente delicado que puede conducir al practicante hacia un temor más grande todavía, y un deseo sin esperanza de resguardarse en una situación protegida.

Allá está el peligro, esa fascinación de los no violentos por un mundo que ellos quisieran que fuera no violento, pero que nunca lo será. Será su tendencia a huir en ilusiones a menudo mantenidas por maestros que se comportan como gurúes que no ejercen sino en lugares irreales.

El mundo es real, el peligro es real. No se presenta la otra mejilla para ser golpeado una segunda vez o para inspirar compasión, sino para mostrar al que golpea que no se teme a los golpes. Esta actitud es ya una defensa por el espíritu: desarrollar una tal determinación a vivir y una tal convicción de sí que el agresor no pueda sentir sino desaliento.

El temor de un golpe, del dolor que ese golpe pueda producir, es natural. No es más que la sana manifestación de nuestra inteligencia y de nuestra imaginación, así como uno evita espontáneamente un vehículo para no ser atropellado. Pero el temor de los otros hombres es otra cosa. Es la enfermedad de aquel que piensa que todo ser viviente, todo desconocido con el que será confrontado. No tendrá más que un deseo, verlo muerto. Aquel que sufre de este género de temor es un individuo que, por una razón propia de su historia personal, no ha aprendido jamás cómo vivir en igualdad con otros hombres. Él prefiere transformarlos en ideas: idea del amigo, idea del vecino inofensivo, del interlocutor accesible a la razón, del patrón comprensivo... Hasta el día en que él se tropieza con individuos que rehúsan ser transformados en ideas. El que no tiene más que esa capacidad como medio de defensa, se ve de nuevo enfrentado a su temor inicial, temor tanto más penoso cuanto él haya tenido éxito en olvidarlo al punto de creer que no existía. Él no lo verá al comienzo en una práctica. Es una situación desesperada en la que se encuentran notoriamente numerosos intelectuales fascinados por el Oriente. (Por intelectuales entiendo, por supuesto, fabricantes de ideas y no la inteligencia dinámica del pensamiento y del cuerpo unificados).

Es necesario, cuando se quiere entrar en un mundo tan sutil como el del aikido, tener un fuerte espíritu crítico y una idea precisa de nuestros propios deseos. Nuestros deseos no son ni buenos ni malos. Simplemente ellos nos definen. Si soy débil, deseo ser fuerte; si soy temeroso, quiero causar temor; si soy humillado, aspiro a llegar a ser un maestro venerado. Reconocido esto, uno puede elegir su camino, es decir, caer completamente en estas tendencias o cambiar de dirección. Pero el que se miente no puede elegir, porque él se oculta uno de los dos elementos de la elección.

Elegir el aikido es ya entrar en la Vía, este recorrido constante que va del centro de mi ser hacia el infinito, y que me da un sentimiento de dignidad que no tiene aquel que vive sólo de compromisos, evitando cuidadosamente todos los lugares de pruebas y de peligros.

La dignidad es el verdadero motor del aikido y la imagen compartida por todo practicante auténtico. Ella nos da la consciencia de nosotros mismos y de nuestros medios frente a un mundo sin límites y constantemente en movimiento. Esto no es vanidad, ni confianza imbécil, ni búsqueda de alguna superioridad sobre otro. Es verdadero conocimiento a través de la humildad. Es a veces difícil para un occidental asociar humildad y dignidad. Esto es lo que realiza con felicidad el aikido.

El aikido es el arte de moverse. El que se desploma sobre su silla y que no tiene otro objetivo al final de su día, no tiene dignidad y lo sabe muy bien. No está muy orgulloso de sí, aunque lo aparente. Fuera del confort de esta silla todo le parece árido y laborioso. Ya ha comprendido que mientras más veces se deje caer sentado, menos coraje tendrá de levantarse, pues cada vez se sienta como si fuera a estar arrellanado en su silla para siempre.

En el aikido se le enseña al principiante a estar de pie y en movimiento todo el tiempo, y esto constituye su elección, aun si ella permanece inconsciente. Solamente entonces ellos pueden contemplar el Universo en un plano de igualdad. Tal como hay una jerarquía de peso y de tamaño en el sistema de los planetas, sin que eso haga que uno sea superior al otro porque cada uno sigue su propia órbita y su propio destino, hay también una jerarquía para los hombres sin que esto interfiera en su libertad. El hombre rico no me impide para nada disfrutar del poco dinero que yo gane. Es sólo cuando se envidian los bienes o ventajas físicas de los otros que se pierde la libertad.

La dignidad del participante no está situada en su capacidad para vencer a otros hombres, sino en su capacidad de moverse, para sorprender al otro o colocarse fuera de su alcance, pero moverse siempre para acompañar su vida.

No se puede olvidar que el alkido es prioritariamente un arte de defensa, y que nuestro papel es el de enseñar a los adeptos cómo proteger eficazmente su existencia sin ir en contra de sus principios, Esto define más precisamente el "combate por el espíritu".

Hemos salido de un mundo jamás inmóvil que se transforma sin cesar, un mundo que no ofrece ningún lugar fijo, ninguna certeza; un mundo amenazante si se le considera desde el punto de vista de nuestra necesidad infantil de permanencia. Y cada uno de nosotros es como ese mundo. Es esto lo que el practicante debe no sólo aceptar, sino desarrollar como una cualidad primordial. Para retomar mi ejemplo anterior, si un vehículo se precipita sobre mí, yo no debo reaccionar corriendo para ponerme a resguardo, sino estar ya en movimiento antes aún que el vehículo surja y lo registre mi consciencia.

En el hecho, no se le enseña a los alumnos a moverse, sino a reencontrar el movimiento natural que ya está en ellos. Las técnicas tienen poca importancia, no más que las cualidades físicas. Sólo el espíritu cuenta, espíritu de movimiento y de libertad. Si yo quiero vencer a mi adversario, dejo de ser libre, porque al evaluarlo, al localizarlo, lo quiero inmóvil, por lo que yo me asocio a esa inmovilidad: entonces he perdido la Vía. Si lo considero como un adversario, no soy libre porque no estoy suponiendo el hecho de que él pueda cambiar y, por lo tanto, me asocio a esa inmutabilidad. Si pienso que soy un combatiente temible, allí también dejo de ser libre porque me asocio a un valor permanente y dejo de moverme.

El aprendizaje en el aikido consiste precisamente en eliminar el conflicto dejando de "reaccionar” (o sea, partir de la inmovilidad hacia el movimiento) para "actuar" (acompañando naturalmente un movimiento que siempre ha estado en nosotros). Es como el instinto del gato, de quien se dice que sólo duerme con un ojo. En efecto, el gato no está al acecho en el sentido en que nosotros los humanos lo estaríamos. El observa dentro de sí mismo, él no cesa de observarse. Y ese es su movimiento, un movimiento interior que le da una concordancia casi perfecta con el mundo, es lo que se llama "intuición del peligro".

A semejanza del gato, el practicante observa dentro de sí y percibe el mundo. El mundo se mueve, él se mueve con el mundo armoniosamente, ha llegado a ser uno de los elementos dinámicos del mundo, una energía en un universo de energía donde él no es superior ni inferior a nada ni a nadie. Él es libre.

Observando en sí mismo, él ha tocado el infinito y encontrado la paz, una paz que no tiene nada que ver con la pasividad, sino que - al contrario - lo vuelve más vivo y más alegre que nunca. "El que tiene el dominio del movimiento y de las formas sabe permanecer en cualquier circunstancia en el centro de su esfera, que puede volver dinámica".

sábado, 12 de abril de 2014

Conceptos éticos y filosóficos en el Aikido

Conceptos éticos y filosóficos en el Aikido
Por Jaume Segura



Clase en el  NYA con Yamada Sensei

Herir a tu oponente es herirte a ti mismo. Aikido es controlar la agresión sin producir daños”. Morihei Ueshiba

Las dos frases del encabezamiento condensan lo que a rasgos generales se entiende como la máxima expresión de la práctica del Aikido.

Lo más difícil de estudiar en el Aikido no son las técnicas en sí, bien al contrario, lo agotador es controlar la violencia que surge de nuestro interior cuando no sentimos amenazados, lo cual no es más que el reflejo de nuestras inseguridades.
Bien es cierto que aunque la técnica de Aikido puedan usarse como defensa personal ante una posible agresión (el Aikido es un arte marcial completo y eficaz), Morihei Ueshiba no las creó como un método de lucha más. Su intención fue desarrollar un Arte capaz de integrar a la persona en todos sus aspectos, física, mental y energética. Es más saludable saber que si llega el caso no nos pondremos a la altura de quien nos ataca. Nos defenderemos con proporcionalidad (como marca la Ley), con firmeza pero con serenidad, procurando respetarnos a nosotros mismos impidiendo que nuestra rabia o nuestro miedo lleguen a avergonzarnos. En Aikido no se utiliza la palabra ENEMIGO, decimos oponente, compañero, o simplemente UKE (el que es dirigido, el que ataca), pues si mientras entrenamos, nuestra mente ve un contrincante en la persona que realiza el ataque, el sentido competitivo impedirá una respuesta respetuosa con él. Así, en el Aikido no hay competiciones que enfrenten un aikidoka contra otro. Si por descuido, rabia o descontrol infligimos un daño a UKE, debemos ser conscientes de la responsabilidad que adquirimos al aprender técnicas marciales, muchas de ellas potencialmente peligrosas para nuestros compañeros. La persona que entrena Aikido asume que desea cultivar sus capacidades para mejorar su calidad de vida, no para maltratar a quien se le ponga por delante. Es de personas inteligentes saber apreciar lo que piensan o sienten los demás, un aikidoka nunca menospreciará a su oponente, pues él le da la oportunidad de experimentar su propio crecimiento personal. Se podría decir que UKE es como un espejo para nosotros. El estado físico y psíquico en que dejamos a nuestro compañero al acabar la técnica nos indicará en qué estado estábamos nosotros. Dependiendo del grado de control que tengamos en nuestro cuerpo y nuestras acciones, dependerán los resultados. La palabra Aikido, en japonés está compuesta por tres ideogramas que representan tres conceptos: El primero de ellos: AI, significa Unión o Armonía y habla de la relación que debe haber entre los diferentes elementos que componen un todo. El segundo ideograma: KIse puede traducir como Energía y hace referencia a las fuerzas o energías que nos mueven, cuerpo, mente y espíritu. Por último, el tercero: DO es Camino o Vía, y habla del compromiso personal que se elige libremente al seguir una dirección concreta.
Esta definición, explica que el Aikido es una disciplina que intenta armonizar las energías que componen el individuo. Tal explicación no diferiría de otras artes marciales tradicionales, si no se diera la máxima importancia al hecho de preservar la integridad física y moral del adversario.

Entre aikidokas experimentados siempre surge la duda si la filosofía del Aikido es la que crea las técnicas, o es al revés; las técnicas llevan a la filosofía. Las dos razones son ciertas: al principio, cuando accedemos al Aikido ignorando su espíritu, las técnicas nos hacen comprender que hay formas más armoniosas de defenderse que simplemente golpeando con saña al agresor. Con el tiempo, sin embargo descubrimos que la persona no necesita, ni desea realmente hacer daño a los demás para protegerse, así que es una opción personal comportarse de forma violenta. Comprendemos que las técnicas de Aikido contienen el espíritu de la Paz, puesto que nos educa el instinto primario de la agresividad. Al conseguir llegar aquí, el aikidoka se esfuerza porque las técnicas contengan el grado máximo de armonía.

Otro aspecto relevante en la práctica de este Arte es el hecho de experimentar los dos papeles, atacante y defensor con un mismo ánimo, desde una perspectiva no solo de aprendizaje técnico, sino también como una experiencia que forma nuestro carácter. El papel de TORI (el que dirige, el defensor), no es más importante que el de UKE (el que es dirigido, el que ataca), bien al contrario se cree que si no desarrollamos primero las habilidades como UKE no podremos llegar a ser unos buenos TORI. Esto es así debido a la particular forma de las técnicas de Aikido, que buscan convencer antes que dominar, lo cual nos obliga a entender que le ocurre a UKE cuando le realizamos una técnica.

El Aikido posee una diferencia básica respecto a otras artes marciales, y ésta es su deseo de no violentar al agresor. Dicho así, en un primer momento podría parecer que las técnicas de Aikido son blandas, o incluso más teóricas que prácticas. Nada más alejado de la realidad. Una de las dificultades que entraña su práctica es aprender a utilizar las técnicas sin llegar a hacer daño, y sin que pierdan su efectividad.

Para conseguir esto, es necesaria la máxima concentración y un esfuerzo consciente en mantener nuestra atención en el AQUÍ y AHORA, pues no se debe olvidar que se está entrenando un arte marcial que mal aplicado puede ocasionar lesiones muy importantes. La persona que recibe las técnicas (UKE), juega un papel muy importante, ya que quien aplica esas técnicas (TORI), deberá evaluar muy bien el grado de adaptabilidad de su compañero. Un UKE rígido física y mentalmente se pone en peligro así mismo, lo mismo ocurre si dicho UKE se relaja hasta tal punto que se abandone a la suerte, por lo que TORI debe tener en cuenta en todo momento el estado psíquico y físico de su compañero. Lo ideal en todo momento es mantener una voluntad de atacar con decisión y recibir la respuesta con espontaneidad. La adaptabilidad por parte de UKE al recibir sobre sí la técnica defensiva debe ser comparable a la de TORI al recibir el ataque, puesto que las técnicas de Aikido parten de la capacidad de absorber una agresión, redirigiendo la energía y la inercia para finalmente devolverla, de forma controlada y acrecentada a quien te ataca.

La observación y respeto del cuerpo del oponente, permite realizar luxaciones que en muchas ocasiones acaban en proyecciones. Esto es así porque el Aikido nunca va en contra de lo que el cuerpo necesita. Si UKE al atacar y descargar su golpe, donde esperaba encontrar resistencia encuentra inercia no podrá evitar desequilibrase. Para evitar hacerse daño al caer intentará recuperar el equilibrio, si en ese instante le ayudamos a recuperarse sumando su propio impulso al nuestro, su empuje inicial se multiplica de tal forma que pierde todo control sobre su desplazamiento. Llegados a este punto se entiende que el trabajo de quien ataca (UKE), sea tan importante. Por dos motivos: 1) deberá atacar con decisión para que TORI pueda aprender a defenderse realmente; 2) el aprendizaje de caídas o la adaptabilidad ante determinadas presas permitirá a TORI trabajar con confianza y precisión.

Las luxaciones en Aikido se aplican por la necesidad de reconducir los desequilibrios de los desplazamientos de UKE en la dirección que nos interesa, y la posibilidad de llegar a inmovilizar al atacante. Las proyecciones son la forma lógica y natural de dar salida a una inercia y una energía que solo UKE, a través de una caída controlada, puede disipar. Con estas premisas la persona que defiende (TORI), no necesita una constitución física fuerte, ni tener una altura importante; basta con cierto grado de reflejos y un nivel normal de agilidad que le permita moverse con soltura. Esto explica porque tantas personas en todo el mundo, sin distinción de edad, sexo o fuerza física practican Aikido.

Dentro de lo que sería el repertorio básico de las técnicas de Aikido, se debe destacar en primer lugar los desplazamientos circulares que caracterizan a este Arte Marcial.

Los desplazamientos siempre procuran ser envolventes, evitando la confrontación directa con el adversario, al mismo tiempo que la propia inercia del movimiento concede al defensor la capacidad de incrementar la potencia de las técnicas que realiza. Esta característica permite que personas con poco peso o no muy fuertes puedan llegar a controlar a alguien que le supera en altura y fuerza. Cada paso realizado en Aikido equivale a la búsqueda constante del desequilibrio del compañero procurando mantener la propia estabilidad. El sentido circular de estos desplazamientos también se aplica en la forma de llegar a ocupar el centro físico del atacante, lo que faculta, llegado el caso, realizar desplazamientos enérgicos en espacios muy reducidos.

Este concepto de circularidad también se aplica en el control de las luxaciones, pues es el único método que respeta la forma natural del cuerpo del atacante. Todas las articulaciones del cuerpo humano se rigen por espirales concéntricas. Como ejemplo solo debemos extender un brazo y a continuación observar cómo se cierra el puño y flexionar el brazo hasta plegarlo por completo.

Dentro de la amplia gama de luxaciones que dispone el Aikido, son muy pocas las que bloquean las articulaciones en sentido contrario al desarrollo natural de las extremidades. El Aikido busca la economía y sencillez en todas sus técnicas, pero bajo la premisa de mantener la integridad del compañero.

Las proyecciones son el tercer elemento técnico que caracteriza y diferencia al Aikido de otras Artes.

En grados avanzados es la forma técnica más común para resolver el ataque del compañero, pues requiere conocer diferentes posibilidades que ofrecen desplazamientos y luxaciones combinados entre sí. Sin embargo en el Aikido, a diferencia del Judo o el Jiu-Jitsu, las proyecciones son realizadas con la idea de “dar salida” a toda la inercia creada del movimiento conjunto entre TORI y UKE. Esta voluntad de no bloquear los desplazamientos del atacante, ni de romper la fluidez del movimiento corporal, hace que desde fuera, el Aikido sea visto como un Arte Marcial muy estético, que a veces recuerda una danza. Para hacer posible una proyección el defensor debe ocupar el centro de equilibrio del atacante y hacerlo suyo para después devolvérselo en las condiciones que deseemos.

Llegados a este punto se hace obvio la necesidad por parte del atacante de practicar profusamente la técnica de las caídas. Un UKE (atacante) que no sepa caer no debe practicar más allá de sus posibilidades. Estas caídas (UKEMI), se practican desde el primer día y poco a poco van evolucionando hasta alcanzar el grado necesario para entrenar sin peligro.

Una vez el aikidoka ha logrado cierto dominio de su cuerpo y su mente, se entra en el conocimiento del trabajo con las armas tradicionales de Aikido. Estas están hechas en madera y simulan la daga, el sable y el bastón japoneses.

El entrenamiento en su manejo, tanto en el ataque como en la defensa, facilita la comprensión del trabajo a mano vacía, pues la mayoría de técnicas están muy relacionadas con el Kenjutsu (técnica del manejo del sable). Proporcionan sentido de realidad y obligan a la concentración del practicante, al tiempo que permiten desarrollar el control de las diferentes distancias de trabajo.

Al tener que atacar o defender con alguna de estas armas, el aikidoka descubre la lógica y el origen de los desplazamientos circulares que caracterizan el Aikido. Algunos incorporan a su práctica la Katana de la práctica del Iaido (desenvainar) como expresión de la máxima anticipación, concentración y precisión.

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