lunes, 24 de febrero de 2020

Introducción

Introducción

Tomado de El espiritu del Aikido
K. Ueshiba 


A través de los siglos las religiones han abrazado el amor y la compasión, y las filosofía han enseñado el respeto por la vida. Pero hoy en día nos enfrentamos con una creciente violencia que parece tener su propio impulso más allá de cualquier control humano. El mundo está lleno de discordias entre enemigos, bien y mal, opresor y oprimido. La violencia es utilizada para aplastar, destruir y eliminar al adversario, y cuando eso se ha logrado se busca otro oponente. ¿Cuándo se detendrá el ciclo de violencia? ¿Cómo se pueden superar las discordias que separan a la gente? ¿Dónde reside el poder de cicatrizar las heridas del dolor y del sufrimiento?.

Resulta interesante encontrar en la historia japonesa una tradición de artes de combate (bugei), ideada originalmente para infringir daño y dar muerte en el campo de batalla, y que se haya transformado en la Vía de las artes marciales (budo), dedicada al perfeccionamiento del ser humano mediante la integración de la mente, el cuerpo y el espíritu. Comenzando en los inicios del siglo XVII, la Vía del sable transformó el sable que mata en el sable que protege la vida. Esta Vía de las artes marciales es compatible con la Vía de la ceremonia del té, con la Vía de la poesía, con la Vía de la caligrafía, con la Vía de Buda y con multitud de otras Vías que, en su forma pura, han procurado sustento espiritual al pueblo japonés.

El entrenamiento y la disciplina comunes a todas las Vías, marciales o culturales, se compone de tres niveles de maestría: físico, psíquico y espiritual. En el plano físico lo esencial del entrenamiento consiste en el dominio de la forma (kata). El maestro proporciona una forma modelo y el alumno observa cuidadosamente y la repite numerosas veces, hasta que la interioriza completamente. No se habla ni se dan explicaciones, y el peso del aprendizaje recae sobre el alumno. En el máximo grado de dominio de la forma, el alumno es liberado de la fidelidad a la forma.

Esta liberación ocurre a causa de los cambios psicológicos internos que tienen lugar desde el mismísimo comienzo. La tediosa, repetitiva y monótona rutina del aprendizaje pone a prueba el compromiso y la fuerza de voluntad del alumno, pero también corrige la obstinación, controla la voluntariedad y elimina los malos hábitos corporales y mentales. En el proceso comienzan a emerger su verdadera fuerza y su verdadero carácter y potencial. La maestría espiritual es inseparable de la maestría psíquica, pero sólo comienza tras un intensivo y largo período de entrenamiento.

La clave de la maestría espiritual reside en el hecho de que el yo abandone su ego. En las artes marciales y culturales, la libre expresión del yo se encuentra bloqueada por el propio ego. En la Vía del sable, el dominio de la postura y la forma, por parte del alumno, debe ser tan absoluta que no exista apertura (suki) por la que pueda entrar el adversario. Si hay apertura es el propio ego quien la crea. Uno se vuelve vulnerable cuando deja de pensar en ganar, en perder, en cobrar ventaja, en impresionar o en ignorar al adversario. Cuando se para la mente, aunque sólo sea por un instante, el cuerpo se paraliza y se pierde el movimiento fluido y libre.

El monje Zen Takuan (1573-1645), confidente de Yagyu Munenori (1571-1646), maestro de armas de la Casa de Tokugawa, escribió en un corto tratado El verdadero y prodigioso sable de Tai-A:

El arte del sable consiste en no preocuparse nunca de la victoria o de la derrota, de la fuerza o de la debilidad, de mover un paso hacia delante o de moverlo hacia atrás, de que el enemigo no me vea o de que yo no le vea a él. Comprender esto, que es fundamental frente a la separación del cielo y la tierra, y a donde ni siquiera yin y yang pueden llegar, supone alcanzar provecho instantáneo en el arte.
Tai-A es un sable mítico que da vida a todas las cosas, tanto a uno mismo como al otro, al protagonista y al antagonista, al amigo y al enemigo.
El mismo Yagyú Munenori destaca la superación del ego a través de la autodisciplina en el arte del dominio del sable. En un tratado conocido como La Transmisión Familiar en el Arte de Luchar, escribe que el objetivo del entrenamiento en las artes marciales es superar seis tipos de males: el deseo de vencer, el deseo de confiar en la destreza técnica, el deseo de alardear, el deseo de abrumar psicológicamente al adversario, el deseo de permanecer pasivo a fin de esperar una apertura y el deseo de liberarse de estos males.
Por último, la maestría física, la psíquica y la espiritual son una misma cosa. El yo sin ego es abierto, flexible, dúctil, fluido y dinámico en cuerpo, mente y espíritu. Al no tener ego, el yo se identifica con todas las cosas y con toda la gente, viéndolos no desde una perspectiva centrada en sí mismo, sino desde los propios centros de los demás. En un círculo de contorno ilimitado cada punto se convierte en el centro del universo. La capacidad de ver toda la existencia desde una perspectiva no centrada en uno mismo es primordial en la identidad Shinto con la naturaleza y constituye también lo que el Budismo llama sabiduría, que en su más alta expresión no es otra cosa que compasión.

Esta forma de pensar es la esencia de todas las Vías marciales y culturales en la tradición japonesa. El aikido es una formulación moderna de esta esencia, perfeccionada por el genio del Maestro Morihei Ueshiba (1883-1968). Explicando el objeto de su arte en una conferencia que dio en una ocasión ante un público no especializado declaró:

El Budo no es un medio para derribar al adversario mediante la fuerza o el uso de armas letales. Tampoco se propone conducir al mundo a la destrucción mediante las armas u otros medios ilegítimos. El verdadero Budo requiere ordenar la energía interna del universo, protegiendo la paz del mundo y moldeando y preservando en su forma justa todo lo que existe en la naturaleza. Entrenarse en el Budo equivale a fortalecer, dentro del propio cuerpo y de la propia alma, el amor a los kami, las deidades que engendran, protegen y nutren todo lo que hay en la naturaleza.
El Maestro Ueshiba recalcaba constantemente que un arte marcial debe ser una fuerza generadora de amor que a su vez nos conduzca a una vida rica y creativa. Esta fue la conclusión de la búsqueda de toda su vida como hombre dedicado a las artes marciales. En una de sus últimas charlas proclamó: «El aikido es el verdadero budo, la obra del amor en el universo. Es el protector de todas las cosas vivas, el instrumento que da vida a todo, a cada cosa según su condición individual. Es la fuente creadora no sólo del verdadero arte marcial, sino de todas las cosas, nutriendo su crecimiento y su desarrollo.»

Al ser una forma de arte marcial tradicional, el aikido lleva a cabo este amor universal a través de un riguroso entrenamiento corporal. Sin embargo, la dura disciplina no puede separarse del desarrollo mental y del auténtico crecimiento espiritual. Aunque puede que muchos no lleguen a alcanzar este objetivo, no obstante, el elemento crucial es el proceso de entrenamiento, que no tiene principio ni fin, y mientras se esté en ese camino, la realización última del aikido como Vía de la vida -más allá de cualquier arte marcial-, puede manifestarse en el momento más inesperado.

Tenemos la suerte de que el hijo y heredero del Maestro Ueshiba, Kisshómaru Ueshiba, cabeza (Doshu) actual del aikido, haya accedido a esta traducción de su obra original en japonés. Su interés estriba en que la esencia pura del aikido, no adulterada por los egos competitivos, tanto personales como nacionales, se mantenga firmemente en el centro del entrenamiento y de la práctica. Después de todo, dojo, «el lugar del esclarecimiento», es una palabra derivada del bodhimanda sánscrito, el lugar donde el yo con ego se transforma en el yo sin ego.

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