Mensaje
para convivir con "El negro"
Por Rosa Montero (escritora española)
Estamos en el comedor estudiantil de una
universidad alemana. Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su
bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una
mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse
para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro,
probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está
comiendo de su bandeja.
De entrada, la muchacha se siente
desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el
africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la
intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente
para pagarse la comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida
de nuestros ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y
sonreírle amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa.
A continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar
la mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con
el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos
pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da
cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta.
Todo ello trufado de múltiples sonrisas
educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas
por parte de ella. Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un
café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo
colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.
Dedico esta historia deliciosa, que además
es auténtica, a todos aquellos españoles que, en el fondo, recelan de los
inmigrantes y les consideran individuos inferiores. A todas esas personas que,
aun bienintencionadas, les observan con condescendencia y paternalismo. Será
mejor que nos libremos de los prejuicios o corremos el riesgo de hacer el mismo
ridículo que la pobre alemana, que creía ser el colmo de la civilización
mientras el africano, él sí inmensamente educado, la dejaba comer de su bandeja
y tal vez pensaba: "Pero qué chiflados están los europeos".