viernes, 23 de septiembre de 2011

Un Problema de Fé


UN PROBLEMA DE FE
 Por: Julio César Londoño


Primero, una aclaración: soy ateo intermitente, es decir que a veces la Historia Sagrada me parece apenas una buena colección de cuentos fantásticos, y hay días en que soy el último insecto de la creación, consciente de mis límites y de los límites de la ciencia. Entonces huelo la cabeza de mi hijo, miro las estrellas y tiemblo.

Supongo que así somos todos, que nadie está libre de dudas. Y cuando estamos a punto de rendirnos ante los horrores del mundo, algo sucede —una puesta de sol, una canción, un acto de bondad— y recuperamos la fe.

Pero la fe no sirve para zanjar dudas teológicas porque el ateo es justamente una persona que carece de fe, es decir, de voluntad para creer lo increíble. Piensa que basta el hambre de un niño para derrumbar el orden divino del mundo. El creyente alega que la naturaleza es abundante y generosa, que el hambre es un engendro humano, una hija de la codicia. Si el ateo insiste: ¿Y los terremotos, la vejez, los virus, el cáncer? “Los caminos de Dios son inescrutables”, responderá el creyente, azorado pero escurridizo.

El hombre piadoso ve en todo la mano de Dios: en la rosa, el pájaro y el agua. Sabe que el milagro de la vida, la providencial conjunción de circunstancias que hizo posible la aparición de la vida, no pudo ser obra del azar. El ateo cree en el Azar por encima de todos los dioses, lo sabe capaz de grandes cosas siempre, máxime cuando ha dispuesto de todo el universo y de 13.700 millones de años para realizar sus ensayos, para inventar el cuarzo y la cal, ornitorrincos y murciélagos, santos y asesinos.

Stephen Jay Gould, el célebre paleontólogo de Harvard, veía en la ciencia y la religión dos maneras válidas de interpretar el mundo. Si agregamos el arte, tendremos un triángulo espléndido: la ciencia, que quiere descifrar el universo; el arte, que ya lo canta, ya lo maldice, y la religión, que lo sacraliza y lo cubre con velos de misterio.

Los ateos aseguran que las mitologías son unas cosmologías anticuadas ahora, cuando vivimos en un orden lógico. Los creyentes creen que ellas encierran hondas lecciones bajo el ropaje humilde y didáctico de la fábula. Quizá la religión y la ciencia sean extremos que se tocan en ciertos momentos, como en el Big Bang, ese instante extraordinario (o absurdo) en que el universo brotó de la nada, como Dios, esa criatura milagrosa (o fantástica) que se creó a sí mismo de la nada. (La alternativa también es incómoda: el universo, como Dios, no tiene principio ni fin).

Las religiones fueron necesarias porque contenían los primeros códigos de convivencia, las tradiciones y rituales necesarios para la vida de las naciones, para su cohesión y supervivencia. Algunos pensamos que sus tareas han sido asumidas por la historia, el derecho, la ciencia y la política. Los creyentes piensan que las religiones siguen siendo necesarias para mantener el orden moral. En cualquier caso, sería deseable contar con religiones sin dogmas, capaces de evolucionar con el tiempo, de dialogar tranquilamente con la ciencia, de unir los pueblos (religión viene del latín religare, unir), de tender puentes entre las naciones (pontífice, artífice de puentes) en lugar de atizar las hogueras del fanatismo. Si no, es mejor que desaparezcan y sean reemplazadas por “religiones laicas”, como los Derechos Humanos o el Protocolo de Kioto. No matarás. No torturarás. No tiznarás el aire. No enturbiarás las aguas.

Mientras tanto, deberíamos imitar a una amiga mía que no vacila para entrar al primer templo que encuentra en el camino —iglesia, spa, mezquita o sinagoga— y agradecer el agua y el pan, la tarde y el viento.


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