Introducción
Al
libro “El Espiritu del Aikido”,
Kisshomaru
Ueshiba
Por Taitetsu Unno
A
través de los siglos las religiones han abrazado el amor y la compasión, y las
filosofías han enseñado el respeto por la vida. Pero hoy en día nos enfrentamos
con una creciente violencia que parece tener su propio impulso más allá de
cualquier control humano. El mundo está lleno de discordias entre enemigos,
bien y mal, opresor y oprimido. La violencia es utilizada para aplastar,
destruir y eliminar al adversario, y cuando eso se ha logrado se busca otro
oponente. ¿Cuándo se detendrá el ciclo de violencia? ¿Cómo se pueden superar
las discordias que separan a la gente? ¿Dónde reside el poder de cicatrizar las
heridas del dolor y del sufrimiento?.
Resulta
interesante encontrar en la historia japonesa una tradición de artes de combate
(bugei), ideada originalmente para inflingir daño y dar muerte en el
campo de batalla, y que se haya transformado en la Vía de las artes marciales (budo),
dedicada al perfeccionamiento del ser humano mediante la integración de la
mente, el cuerpo y el espíritu. Comenzando en los inicios del siglo XVII, la Vía del sable transformó el
sable que mata en el sable que protege la vida. Esta Vía de las artes marciales
es compatible con la Vía
de la ceremonia del té, con la Vía
de la poesía, con la Vía
de la caligrafía, con la Vía
de Buda y con multitud de otras Vías que, en su forma pura, han procurado
sustento espiritual al pueblo japonés.
El
entrenamiento y la disciplina comunes a todas las Vías, marciales o culturales,
se compone de tres niveles de maestría: físico, psíquico y espiritual. En el
plano físico lo esencial del entrenamiento consiste en el dominio de la forma (kata).
El maestro proporciona una forma modelo y el alumno observa cuidadosamente
y la repite numerosas veces, hasta que la interioriza completamente. No se
habla ni se dan explicaciones, y el peso del aprendizaje recae sobre el alumno.
En el máximo grado de dominio de la forma, el alumno es liberado de la
fidelidad a la forma.
Esta
liberación ocurre a causa de los cambios psicológicos internos que tienen lugar
desde el mismísimo comienzo. La tediosa, repetitiva y monótona rutina del
aprendizaje pone a prueba el compromiso y la fuerza de voluntad del alumno,
pero también corrige la obstinación, controla la voluntariedad y elimina los
malos hábitos corporales y mentales. En el proceso comienzan a emerger su
verdadera fuerza y su verdadero carácter y potencial. La maestría espiritual es
inseparable de la maestría psíquica, pero sólo comienza tras un intensivo y
largo período de entrenamiento.
La
clave de la maestría espiritual reside en el hecho de que el yo abandone su
ego. En las artes marciales y culturales, la libre expresión del yo se
encuentra bloqueada por el propio ego. En la Vía del sable, el dominio de la postura y la
forma, por parte del alumno, debe ser tan absoluta que no exista apertura (suki)
por la que pueda entrar el adversario. Si hay apertura es el propio ego
quien la crea. Uno se vuelve vulnerable cuando deja de pensar en ganar, en
perder, en cobrar ventaja, en impresionar o en ignorar al adversario. Cuando se
para la mente, aunque sólo sea por un instante, el cuerpo se paraliza y se
pierde el movimiento fluido y libre.
El
monje Zen Takuan (1573-1645), confidente de Yagyu Munenori
(1571-1646), maestro de armas de la
Casa de Tokugawa, escribió en un corto tratado El
verdadero y prodigioso sable de Tai-A:
El arte del sable consiste en no
preocuparse nunca de la victoria o de la derrota, de la fuerza o de la debilidad,
de mover un paso hacia delante o de moverlo hacia atrás, de que el enemigo no
me vea o de que yo no le vea a él. Comprender esto, que es fundamental frente a
la separación del cielo y la tierra, y a donde ni siquiera yin y yang pueden
llegar, supone alcanzar provecho instantáneo en el arte.
Tai-A
es un sable
mítico que da vida a todas las cosas, tanto a uno mismo como al otro, al
protagonista y al antagonista, al amigo y al enemigo.
El
mismo Yagyú Munenori destaca la superación del ego a través de la
autodisciplina en el arte del dominio del sable. En un tratado conocido como La Transmisión Familiar
en el Arte de Luchar, escribe que el objetivo del entrenamiento en las
artes marciales es superar seis tipos de males: el deseo de vencer, el deseo
de confiar en la destreza técnica, el deseo de alardear, el deseo de abrumar psicológicamente
al adversario, el deseo de permanecer pasivo a fin de esperar una apertura y el
deseo de liberarse de estos males.
Por
último, la maestría física, la psíquica y la espiritual son una misma cosa. El
yo sin ego es abierto, flexible, dúctil, fluido y dinámico en cuerpo, mente y
espíritu. Al no tener
ego, el yo se identifica con todas las cosas y con toda la gente, viéndolos no
desde una perspectiva centrada en sí mismo, sino desde los propios centros de
los demás. En un círculo de contorno ilimitado cada punto se convierte en el
centro del universo. La capacidad de ver toda la existencia desde una
perspectiva no centrada en uno mismo es primordial en la identidad Shinto con
la naturaleza y constituye también lo que el Budismo llama sabiduría, que en su
más alta expresión no es otra cosa que compasión.
Esta
forma de pensar es la esencia de todas las Vías marciales y culturales en la
tradición japonesa. El aikido es una formulación moderna de esta esencia,
perfeccionada por el genio del Maestro Morihei Ueshiba (1883-1968). Explicando
el objeto de su arte en una conferencia que dio en una ocasión ante un público
no especializado declaró:
El Budo no es un medio para derribar
al adversario mediante la fuerza o el uso de armas letales. Tampoco se propone
conducir al mundo a la destrucción mediante las armas u otros medios
ilegítimos. El verdadero Budo requiere ordenar la energía interna del universo,
protegiendo la paz del mundo y moldeando y preservando en su forma justa todo
lo que existe en la naturaleza. Entrenarse en el Budo equivale a fortalecer,
dentro del propio cuerpo y de la propia alma, el amor a los kami, las deidades que engendran,
protegen y nutren todo lo que hay en la naturaleza.
El
Maestro Ueshiba recalcaba constantemente que un arte marcial debe ser una
fuerza generadora de amor que a su vez nos conduzca a una vida rica y creativa.
Esta fue la conclusión de la búsqueda de toda su vida como hombre dedicado a
las artes marciales. En una de sus últimas charlas proclamó: «El aikido es el
verdadero budo, la obra del amor en el universo. Es el protector de todas las
cosas vivas, el instrumento que da vida a todo, a cada cosa según su condición
individual. Es la fuente creadora no sólo del verdadero arte marcial, sino de
todas las cosas, nutriendo su crecimiento y su desarrollo.»
Al
ser una forma de arte marcial tradicional, el aikido lleva a cabo este amor
universal a través de un riguroso entrenamiento corporal. Sin embargo, la dura
disciplina no puede separarse del desarrollo mental y del auténtico crecimiento
espiritual. Aunque puede que muchos no lleguen a alcanzar este objetivo, no
obstante, el elemento crucial es el proceso de entrenamiento, que no tiene
principio ni fin, y mientras se esté en ese camino, la realización última del
aikido como Vía de la vida -más allá de cualquier arte marcial-, puede
manifestarse en el momento más inesperado.
Tenemos
la suerte de que el hijo y heredero del Maestro Ueshiba, Kisshómaru Ueshiba,
cabeza (Doshu) actual del aikido, haya accedido a esta traducción de su obra
original en japonés. Su interés estriba en que la esencia pura del aikido, no
adulterada por los egos competitivos, tanto personales como nacionales, se
mantenga firmemente en el centro del entrenamiento y de la práctica. Después de
todo, dojo, «el lugar del esclarecimiento», es una palabra derivada del bodhimanda
sánscrito, el lugar donde el yo con ego se transforma en el yo sin ego.
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