UN PROBLEMA DE
FE
Primero, una aclaración: soy ateo intermitente, es
decir que a veces la Historia Sagrada me parece apenas una buena colección de
cuentos fantásticos, y hay días en que soy el último insecto de la creación,
consciente de mis límites y de los límites de la ciencia. Entonces huelo la
cabeza de mi hijo, miro las estrellas y tiemblo.
Supongo que así somos todos, que nadie está libre de
dudas. Y cuando estamos a punto de rendirnos ante los horrores del mundo, algo
sucede —una puesta de sol, una canción, un acto de bondad— y recuperamos la fe.
Pero la fe no sirve para zanjar dudas teológicas
porque el ateo es justamente una persona que carece de fe, es decir, de
voluntad para creer lo increíble. Piensa que basta el hambre de un niño para
derrumbar el orden divino del mundo. El creyente alega que la naturaleza es
abundante y generosa, que el hambre es un engendro humano, una hija de la
codicia. Si el ateo insiste: ¿Y los terremotos, la vejez, los virus, el cáncer?
“Los caminos de Dios son inescrutables”, responderá el creyente, azorado pero
escurridizo.
El hombre piadoso ve en todo la mano de Dios: en la
rosa, el pájaro y el agua. Sabe que el milagro de la vida, la providencial
conjunción de circunstancias que hizo posible la aparición de la vida, no pudo
ser obra del azar. El ateo cree en el Azar por encima de todos los dioses, lo
sabe capaz de grandes cosas siempre, máxime cuando ha dispuesto de todo el
universo y de 13.700 millones de años para realizar sus ensayos, para inventar
el cuarzo y la cal, ornitorrincos y murciélagos, santos y asesinos.
Stephen Jay Gould, el célebre paleontólogo de Harvard,
veía en la ciencia y la religión dos maneras válidas de interpretar el mundo.
Si agregamos el arte, tendremos un triángulo espléndido: la ciencia, que quiere
descifrar el universo; el arte, que ya lo canta, ya lo maldice, y la religión,
que lo sacraliza y lo cubre con velos de misterio.
Los ateos aseguran que las mitologías son unas
cosmologías anticuadas ahora, cuando vivimos en un orden lógico. Los creyentes
creen que ellas encierran hondas lecciones bajo el ropaje humilde y didáctico
de la fábula. Quizá la religión y la ciencia sean extremos que se tocan en
ciertos momentos, como en el Big Bang, ese instante extraordinario (o absurdo)
en que el universo brotó de la nada, como Dios, esa criatura milagrosa (o
fantástica) que se creó a sí mismo de la nada. (La alternativa también es
incómoda: el universo, como Dios, no tiene principio ni fin).
Las religiones fueron necesarias porque contenían los
primeros códigos de convivencia, las tradiciones y rituales necesarios para la
vida de las naciones, para su cohesión y supervivencia. Algunos pensamos que
sus tareas han sido asumidas por la historia, el derecho, la ciencia y la
política. Los creyentes piensan que las religiones siguen siendo necesarias
para mantener el orden moral. En cualquier caso, sería deseable contar con
religiones sin dogmas, capaces de evolucionar con el tiempo, de dialogar
tranquilamente con la ciencia, de unir los pueblos (religión viene del latín
religare, unir), de tender puentes entre las naciones (pontífice, artífice de
puentes) en lugar de atizar las hogueras del fanatismo. Si no, es mejor que
desaparezcan y sean reemplazadas por “religiones laicas”, como los Derechos
Humanos o el Protocolo de Kioto. No matarás. No torturarás. No tiznarás el
aire. No enturbiarás las aguas.
Mientras tanto, deberíamos imitar a una amiga mía que
no vacila para entrar al primer templo que encuentra en el camino —iglesia,
spa, mezquita o sinagoga— y agradecer el agua y el pan, la tarde y el viento.