El “arte” de andar en bici
Por Juan Carlos Kreimer
Considerar arte a algo
tan simple como andar en bici puede sonar excesivo. Desde que aprendemos a
mantener el equilibrio parece que no hubiera nada más que hacer: sólo subirse y
dar el primer pisotón sobre un pedal. A partir de ahí, anda sola, lo único que
pide es seguir moviendo las piernas.
Los que andamos
regularmente sabemos que promueve algo más que distracción, ejercicio físico o
transporte. Su práctica, en especial la no competitiva, ofrece la posibilidad
de acceder a otros estados de conciencia, no fácilmente verbalizables pero
presentes a partir de que se los descubre. Es como si uno se olvidara de sí
mismo, de cada acción que va realizando, incluso de la fuerza, y se entregara
al mismo flujo de energía que resulta del andar.
Desde que la montamos,
la bici deja de ser un objeto extraño y se integra a nuestro cuerpo. No solo
como una prolongación mecánica de nuestras extremidades: sentimos a través de
ella, percibimos cuando algo interfiere el funcionamiento de alguna de sus
partes, nos lo avisa y sus mensajes reciben inmediatamente respuesta. Bajamos
un cambio cuando las piernas nos dicen que vamos en subida, dejamos de pedalear
cuando la bici toma más velocidad o al ver que a 60 metros el semáforo
pasa a amarillo, ante cualquier imprevisto apretamos instintivamente los
frenos, manejamos prácticamente sin girar el manubrio, sólo dejando caer el
peso del tronco sobre un lado o sobre el otro… Mecánica, dinámica y mente
actúan como una interfase.
Esa energía vuelve a su
práctica algo parecido al entrenamiento interior del que hablan los artistas,
deportistas y practicantes zen. Uno se vuelve canal, como la bicicleta, de esa
energía y quiebra la frontera entre generarla y dejarla pasar a través de sí.
El andar surge de un tipo de relación de continuidad con el rodado. Del “cómo”
andamos.
Para los occidentales,
el concepto arte todavía se asocia más a una forma o disciplina estética que a
la manera cómo se realiza una actividad. En Japón, el arte trasciende el
resultado estético y alude directamente a la “actitud” con que la persona realiza
una actividad: artística o cualquier otra.
Arte es lo que se hace
totalmente entregado a la experiencia, más allá de los conocimientos técnicos,
dejándose llevar hacia donde lo lleve la actividad misma. Arte como una
predisposición inicial a un proceso que va definiendo sus propias reglas a
medida que avanza. Para el Zen, las actividades físicas que los occidentales
llamamos deportes, son actos rituales. Las respetan –y honran– como artes.
Artes corporales no significa habilidad deportiva, dominio de lo físico, sino
ofrecer el propio físico a ese acto. Su sentido no se busca a través de
destrezas sino de un entrenamiento interior cuya finalidad es acceder a la
transparencia: al poder entregarse a esa fuerza que se desprende de sí mismo
cuando éste deja de lado su voluntad y se aúna con los movimientos. En la
mayoría de las artes marciales japonesas esa actitud —cifrada en el sufijo do
(Judo, Taekwondo, Aikido, kyudo)— agrega al ejercicio el sentido de vía,
sendero: camino a transitar. No una meta.
En la tradición
japonesa y china, deportes y artes marciales no tienen como objetivo principal
competir y ganar, ni ofrecernos la posibilidad de ser mejor que otros. Los
bastones y espadas no se blanden para derrotar adversarios: se usa la certeza
de derrotarlos, para no tener necesidad de competir con ellos. No se baila con
el fin de ejecutar movimientos rítmicos o proporcionar goce estético a los
espectadores: las danzas son prácticas que solo buscan armonizar lo consciente
con lo inconsciente y a los diferentes estados energético-emocionales de que
estamos hechos.
La arquería, deporte
tradicional en Japón, postula que el entrenamiento del tirador no es para
afinar la puntería sino para lograr un desprendimiento natural de la flecha:
esta “se” dispara y acierta no porque el arquero haya puesto en línea ojo,
flecha, caída por gravedad y blanco. Acierta porque él mismo está en
equilibrio, centrado, alineado.
El clásico Zen
en el arte del tiro con arco (1953), del filosofo alemán Eugen
Herrigel, muestra la particular relación entre maestro y alumno: a poco de
comenzado el aprendizaje, el maestro se aparta del lugar de guía y deja que el
alumno descubra por sí mismo. Un maestro zen de ciclismo diría “ande, ande”, y
haría andar mucho, mucho, a su discípulo antes de decir otra palabra. Quizá
fuera en otra bicicleta detrás, observando sin influenciar, aguardando una
señal de que la cantidad de ideas que el discípulo tenga haya empezado a
diluirse en su propia inconsistencia. Recién entonces, el maestro quizá vuelva
a abrir la boca y diga “siga así, sin mirar lo que yo hago”. La práctica. Andar
en bici sin esperar nada más que el mero hecho de andar, lo vuelve una forma de
práctica introspectiva.
En japonés, práctica (
shugyo ) es capacitación, formación, entrenamiento. El sánscrito junta dos
vocablos que significan andar ( patti ) y de frente ( para o prat i). Los
chinos, cuando dicen Xiu xing se refieren a maestro como maestro de sí, alguien
que completa, cultiva, estudia, actúa y en definitiva va. Los griegos, con practike
techne remiten a la idea de adquisición por medio de la acción. De acuerdo al
contexto, en español práctica puede significar ensayo, ejercitación, tener
experiencia o destreza, realizar habitualmente cierta actividad en que se
manifiesta cierta virtud.
Hay un placer que se
desprende de hacer algo de la mejor manera. La posibilidad abarca casi todo el
arco de actividades humanas. Tocar un instrumento, preparar una comida, jugar
al tenis, hacer una cirugía o un implante dental, reparar un motor, tejer, criar
un hijo, colocar ladrillos, diseñar software… Todo cuanto hagamos desplegando
nuestro conocimiento técnico y al mismo tiempo plenamente entregados a la
acción, concentrados en la tarea que tenemos por delante al punto de no pensar
en otra cosa —ni siquiera en ella—, es lo que nos genera un estado de plenitud.
Decir que ese placer
viene solo de lo que hacemos, o del poder hacerlo, es una manera simple de
explicarlo. Tapa otra, mucho más enriquecedora, que ocurre durante la acción:
el estado que nos da ser un instrumento por el cual pasa la energía, sin
trabas, hacia donde debe ir. Luego, el haber servido para que esa energía pase
por nosotros, deja también una sensación de placer. La energía vital toma
nuestro cuerpo y hace la tarea sin que nos demos cuenta. Un flujo pasa a través
de nuestras neuronas y células, sin nuestra intervención, ni que podamos
interferirla. Al concluirla y reconocer el estado en que nos deja, sentimos una
mezcla de satisfacción, alivio y vacío. Estamos libres para otra cosa. Disponibles.
Para el zen, el
verdadero arte es esa maestría: entregarse a hacer lo mejor en cada situación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario