Un
corto adiós, un hasta siempre
Por
Adriana Llanes
Octubre
23, 2011
Despedirme nunca ha sido una tarea fácil. Tal vez sea
un poco de tozudez de mi parte, pero me cuesta trabajo decir adiós. Despedirse
involucra la compleja labor de soltar y de aceptar la realidad en los términos
en que se presenta, de permitir que las cosas fluyan por más inexplicables que estas
sean. Implica detenerse y decir resignados, es así, y debo aceptarlo.
Por cada amigo, conocido o familiar que se despide
surge para quien siente afligido el corazón la oportunidad propicia para renovar
sus votos personales con la vida, con ese misterio inexplicable que
continuamente se manifiesta y que se nos escapa con cada exhalación. Sin
embargo, un aviso de muerte siempre nos recuerda que estamos vivos. De que
tenemos ante sí, un universo de posibilidades y un instante precioso para
materializarlas, el ahora.
Si la edad de las personas se midiera por el número de
individuos que hemos conocido – con quienes
hemos podido departir así sea por un instante- y de cuyo fallecimiento hemos
sido testigos, creo que mi edad se duplicaría fácilmente. No obstante, si la
muerte es lo único justo en este mundo porque nos corresponde a todos por
igual, me siento afortunada de haber podido ser testigo del paso de estas
personas por este mundo, y de poder recordarlas, porque al final de cuentas, el
peor castigo que se le puede imponer a un no-vivo es el olvido. Mientras su
imagen se mantenga en nuestra mente y en nuestro corazón, su legado, su
ejemplo, sus vivencias, su existencia misma permanece. En lo personal no le
temo a la muerte, le temo al olvido. A transitar por el mundo sin tocar
siquiera un corazón.
Al ser testigo de tantas partidas, he tenido la
oportunidad de repetir, varias veces, la tarea mágica de renovar una y otra vez
mis votos, y he llegado a la conclusión de que sólo existen dos cosas –sin lugar a arrepentimientos- por las que
vale la pena gastar todas nuestras energías: el amor y la vida misma. Todo lo
demás es pasajero, vacío, sin sentido.
Lamentablemente malgastamos nuestra energía vital en el
hábito de juzgar, de controlar, de quedar bien con los demás, de ser políticos,
de adoctrinar y adoctrinarnos con máximas de presuntos trascendidos espirituales
o verdades inmutables, producto de nuestros delirios de grandeza. De mis padres
he aprendido a desconfiar de quienes manifiestan su absoluto auto control y
gritan a los cuatro vientos verdades inamovibles (dime de qué tanto hablas y te
diré de qué careces). En la vida-todos sin excepción- somos aprendices, y me
ofrece más confianza aquel que cuenta que se equivocó y aprendió algo de esa
experiencia, que aquel que vocifera su perfección y su verdad absoluta (de
corte moralista y por ello relativa).
Ahora, como no quiero repetir este mal hábito –el de
los absolutismos- detengo acá esta divagación, y aclaro que cuando digo amor me
estoy refiriendo a algo distinto a ese amor “dulzón” y “romanticón” que
empalaga y que sólo lleva a dependencias enfermizas, a relaciones posesivas y
destructivas. Me estoy refiriendo a esa capacidad de reconocernos en el otro,
de aceptarlo tal cual es, de respetarlo, de amarlo en su individualidad. Pienso
en “amor” y me refiero a la capacidad de aceptar al otro con sus limitaciones,
diferencias y excesos. Al final, como diría Miguel de Unamuno, todos somos
“humanos, demasiado humanos”.
En los últimos dos años –sorpresivamente como suelen
ocurrir estas cosas-, he despedido personas por quienes sentía gran admiración
y respeto en el mundo del Aikido. Maestros. Faros de luz que nos mostraban un
camino, una ruta a seguir en un mundo caótico donde la idea de un arte marcial
que propugna por la paz y la armonía, parece una utopía.
Ahora, inexplicablemente la muerte tocó a uno de mis
amigos, a uno de mis senpai. A otro aprendiz en este arte de vivir. Un artista
convencido de corazón, talentoso y carismático. Es una vida que se apaga. Una
pérdida enorme. Siento una inmensa tristeza pero me reconforta un sentimiento
de gratitud por haberle conocido. En nuestro camino de crecimiento marcial
somos quienes somos, gracias a nuestros amigos y a aquellas personas -que sin
ser tan amigos-, nos retan e invitan a mejorar permanentemente. Que muchas
veces con su dureza de corazón y sin pretenderlo, nos ayudan a sacar lo mejor
de nuestro interior.
El Aikido y los seminarios siempre serán espacios propicios
para compartir y acumular historias. Reencontrarse con amigos es siempre un
acontecimiento maravilloso. Estoy convencida de que los amigos son los hermanos
que conscientemente elegimos para compartir nuestras vivencias y aligerar
nuestras cargas.
A Luis Acuña le recordaré como alguien de gran corazón,
solidario, y optimista. Son muchos recuerdos pero viene a mi mente y con especial
cariño, el día que presenté mi test para optar para el grado de Ni Dan. Recuerdo
que estaba muy nerviosa. La prueba estaba por comenzar y mis compañeros de dojo
ya se habían asociado con quienes reconocíamos como los mejores ukes. No tenía
compañeros para presentar mi examen y la prueba estaba por comenzar. Mientras
todos se alistaban, yo permanecía en una de las esquinas del tatami, pensativa
e inmóvil. En ese instante y sin preguntar, se acercaron tres amigos: Luis Acuña,
Javier Rey y Joshua Blake. Así era Luis. Espontáneo. Siempre sonriente y
dispuesto a ayudar. Un entusiasta del Aikido. Un constructor de puentes entre
personas. Alguien que entendía que el Aikido es un lenguaje que une corazones,
un lenguaje universal.
Hasta siempre amigo. GRACIAS por todo. Extrañaré tu
alegría, buena vibra y motivación a mi ocurrencia del dojo. Se fue el amigo que
me completaba los estribillos de las canciones de Reinaldo Armas, el amigo que
me decía que por ser llanera ya era 50% venezolana!. Prometo recordarte. Llevarte
vivo en mi mente y en mi corazón. Un corto adiós, y un hasta siempre querido
amigo. No pude ir a despedirme. Por eso te escribo estas sencillas líneas. Es
doloroso, pero no me queda otro remedio que aceptar que tú también has partido.