martes, 25 de octubre de 2011

Un corto adiós, un hasta siempre


Un corto adiós, un hasta siempre

                                                               Por
                                                                           Adriana Llanes
                                                                           Octubre 23, 2011


Despedirme nunca ha sido una tarea fácil. Tal vez sea un poco de tozudez de mi parte, pero me cuesta trabajo decir adiós. Despedirse involucra la compleja labor de soltar y de aceptar la realidad en los términos en que se presenta, de permitir que las cosas fluyan por más inexplicables que estas sean. Implica detenerse y decir resignados, es así, y debo aceptarlo.

Por cada amigo, conocido o familiar que se despide surge para quien siente afligido el corazón la oportunidad propicia para renovar sus votos personales con la vida, con ese misterio inexplicable que continuamente se manifiesta y que se nos escapa con cada exhalación. Sin embargo, un aviso de muerte siempre nos recuerda que estamos vivos. De que tenemos ante sí, un universo de posibilidades y un instante precioso para materializarlas, el ahora.

Si la edad de las personas se midiera por el número de individuos que hemos conocido –  con quienes hemos podido departir así sea por un instante- y de cuyo fallecimiento hemos sido testigos, creo que mi edad se duplicaría fácilmente. No obstante, si la muerte es lo único justo en este mundo porque nos corresponde a todos por igual, me siento afortunada de haber podido ser testigo del paso de estas personas por este mundo, y de poder recordarlas, porque al final de cuentas, el peor castigo que se le puede imponer a un no-vivo es el olvido. Mientras su imagen se mantenga en nuestra mente y en nuestro corazón, su legado, su ejemplo, sus vivencias, su existencia misma permanece. En lo personal no le temo a la muerte, le temo al olvido. A transitar por el mundo sin tocar siquiera un corazón.

Al ser testigo de tantas partidas, he tenido la oportunidad de repetir, varias veces, la tarea mágica de renovar una y otra vez mis votos, y he llegado a la conclusión de que sólo existen dos cosas  –sin lugar a arrepentimientos- por las que vale la pena gastar todas nuestras energías: el amor y la vida misma. Todo lo demás es pasajero, vacío, sin sentido.

Lamentablemente malgastamos nuestra energía vital en el hábito de juzgar, de controlar, de quedar bien con los demás, de ser políticos, de adoctrinar y adoctrinarnos con máximas de presuntos trascendidos espirituales o verdades inmutables, producto de nuestros delirios de grandeza. De mis padres he aprendido a desconfiar de quienes manifiestan su absoluto auto control y gritan a los cuatro vientos verdades inamovibles (dime de qué tanto hablas y te diré de qué careces). En la vida-todos sin excepción- somos aprendices, y me ofrece más confianza aquel que cuenta que se equivocó y aprendió algo de esa experiencia, que aquel que vocifera su perfección y su verdad absoluta (de corte moralista y por ello relativa).

Ahora, como no quiero repetir este mal hábito –el de los absolutismos- detengo acá esta divagación, y aclaro que cuando digo amor me estoy refiriendo a algo distinto a ese amor “dulzón” y “romanticón” que empalaga y que sólo lleva a dependencias enfermizas, a relaciones posesivas y destructivas. Me estoy refiriendo a esa capacidad de reconocernos en el otro, de aceptarlo tal cual es, de respetarlo, de amarlo en su individualidad. Pienso en “amor” y me refiero a la capacidad de aceptar al otro con sus limitaciones, diferencias y excesos. Al final, como diría Miguel de Unamuno, todos somos “humanos, demasiado humanos”.

En los últimos dos años –sorpresivamente como suelen ocurrir estas cosas-, he despedido personas por quienes sentía gran admiración y respeto en el mundo del Aikido. Maestros. Faros de luz que nos mostraban un camino, una ruta a seguir en un mundo caótico donde la idea de un arte marcial que propugna por la paz y la armonía, parece una utopía.

Ahora, inexplicablemente la muerte tocó a uno de mis amigos, a uno de mis senpai. A otro aprendiz en este arte de vivir. Un artista convencido de corazón, talentoso y carismático. Es una vida que se apaga. Una pérdida enorme. Siento una inmensa tristeza pero me reconforta un sentimiento de gratitud por haberle conocido. En nuestro camino de crecimiento marcial somos quienes somos, gracias a nuestros amigos y a aquellas personas -que sin ser tan amigos-, nos retan e invitan a mejorar permanentemente. Que muchas veces con su dureza de corazón y sin pretenderlo, nos ayudan a sacar lo mejor de nuestro interior.

El Aikido y los seminarios siempre serán espacios propicios para compartir y acumular historias. Reencontrarse con amigos es siempre un acontecimiento maravilloso. Estoy convencida de que los amigos son los hermanos que conscientemente elegimos para compartir nuestras vivencias y aligerar nuestras cargas.

A Luis Acuña le recordaré como alguien de gran corazón, solidario, y optimista. Son muchos recuerdos pero viene a mi mente y con especial cariño, el día que presenté mi test para optar para el grado de Ni Dan. Recuerdo que estaba muy nerviosa. La prueba estaba por comenzar y mis compañeros de dojo ya se habían asociado con quienes reconocíamos como los mejores ukes. No tenía compañeros para presentar mi examen y la prueba estaba por comenzar. Mientras todos se alistaban, yo permanecía en una de las esquinas del tatami, pensativa e inmóvil. En ese instante y sin preguntar, se acercaron tres amigos: Luis Acuña, Javier Rey y Joshua Blake. Así era Luis. Espontáneo. Siempre sonriente y dispuesto a ayudar. Un entusiasta del Aikido. Un constructor de puentes entre personas. Alguien que entendía que el Aikido es un lenguaje que une corazones, un lenguaje universal.

Hasta siempre amigo. GRACIAS por todo. Extrañaré tu alegría, buena vibra y motivación a mi ocurrencia del dojo. Se fue el amigo que me completaba los estribillos de las canciones de Reinaldo Armas, el amigo que me decía que por ser llanera ya era 50% venezolana!. Prometo recordarte. Llevarte vivo en mi mente y en mi corazón. Un corto adiós, y un hasta siempre querido amigo. No pude ir a despedirme. Por eso te escribo estas sencillas líneas. Es doloroso, pero no me queda otro remedio que aceptar que tú también has partido. 



sábado, 8 de octubre de 2011

Introducción, Al libro "El Espíritu del Aikido"


Introducción
Al libro “El Espiritu del Aikido”,
Kisshomaru Ueshiba

Por Taitetsu Unno


A través de los siglos las religiones han abrazado el amor y la compasión, y las filosofías han enseñado el respeto por la vida. Pero hoy en día nos enfrentamos con una creciente violencia que parece tener su propio impulso más allá de cualquier control humano. El mundo está lleno de discordias entre enemigos, bien y mal, opresor y oprimido. La violencia es utilizada para aplastar, destruir y eliminar al adversario, y cuando eso se ha logrado se busca otro oponente. ¿Cuándo se detendrá el ciclo de violencia? ¿Cómo se pueden superar las discordias que separan a la gente? ¿Dónde reside el poder de cicatrizar las heridas del dolor y del sufrimiento?.

Resulta interesante encontrar en la historia japonesa una tradición de artes de combate (bugei), ideada originalmente para inflingir daño y dar muerte en el campo de batalla, y que se haya transformado en la Vía de las artes marciales (budo), dedicada al perfeccionamiento del ser humano mediante la integración de la mente, el cuerpo y el espíritu. Comenzando en los inicios del siglo XVII, la Vía del sable transformó el sable que mata en el sable que protege la vida. Esta Vía de las artes marciales es compatible con la Vía de la ceremonia del té, con la Vía de la poesía, con la Vía de la caligrafía, con la Vía de Buda y con multitud de otras Vías que, en su forma pura, han procurado sustento espiritual al pueblo japonés.

El entrenamiento y la disciplina comunes a todas las Vías, marciales o culturales, se compone de tres niveles de maestría: físico, psíquico y espiritual. En el plano físico lo esencial del entrenamiento consiste en el dominio de la forma (kata). El maestro proporciona una forma modelo y el alumno observa cuidadosamente y la repite numerosas veces, hasta que la interioriza completamente. No se habla ni se dan explicaciones, y el peso del aprendizaje recae sobre el alumno. En el máximo grado de dominio de la forma, el alumno es liberado de la fidelidad a la forma.

Esta liberación ocurre a causa de los cambios psicológicos internos que tienen lugar desde el mismísimo comienzo. La tediosa, repetitiva y monótona rutina del aprendizaje pone a prueba el compromiso y la fuerza de voluntad del alumno, pero también corrige la obstinación, controla la voluntariedad y elimina los malos hábitos corporales y mentales. En el proceso comienzan a emerger su verdadera fuerza y su verdadero carácter y potencial. La maestría espiritual es inseparable de la maestría psíquica, pero sólo comienza tras un intensivo y largo período de entrenamiento.

La clave de la maestría espiritual reside en el hecho de que el yo abandone su ego. En las artes marciales y culturales, la libre expresión del yo se encuentra bloqueada por el propio ego. En la Vía del sable, el dominio de la postura y la forma, por parte del alumno, debe ser tan absoluta que no exista apertura (suki) por la que pueda entrar el adversario. Si hay apertura es el propio ego quien la crea. Uno se vuelve vulnerable cuando deja de pensar en ganar, en perder, en cobrar ventaja, en impresionar o en ignorar al adversario. Cuando se para la mente, aunque sólo sea por un instante, el cuerpo se paraliza y se pierde el movimiento fluido y libre.

El monje Zen Takuan (1573-1645), confidente de Yagyu Munenori (1571-1646), maestro de armas de la Casa de Tokugawa, escribió en un corto tratado El verdadero y prodigioso sable de Tai-A:

El arte del sable consiste en no preocuparse nunca de la victoria o de la derrota, de la fuerza o de la debilidad, de mover un paso hacia delante o de moverlo hacia atrás, de que el enemigo no me vea o de que yo no le vea a él. Comprender esto, que es fundamental frente a la separación del cielo y la tierra, y a donde ni siquiera yin y yang pueden llegar, supone alcanzar provecho instantáneo en el arte.

Tai-A es un sable mítico que da vida a todas las cosas, tanto a uno mismo como al otro, al protagonista y al antagonista, al amigo y al enemigo.

El mismo Yagyú Munenori destaca la superación del ego a través de la autodisciplina en el arte del dominio del sable. En un tratado conocido como La Transmisión Familiar en el Arte de Luchar, escribe que el objetivo del entrenamiento en las artes marciales es superar seis tipos de males: el deseo de vencer, el deseo de confiar en la destreza técnica, el deseo de alardear, el deseo de abrumar psicológicamente al adversario, el deseo de permanecer pasivo a fin de esperar una apertura y el deseo de liberarse de estos males.

Por último, la maestría física, la psíquica y la espiritual son una misma cosa. El yo sin ego es abierto, flexible, dúctil, fluido y dinámico en cuerpo, mente y espíritu. Al no tener ego, el yo se identifica con todas las cosas y con toda la gente, viéndolos no desde una perspectiva centrada en sí mismo, sino desde los propios centros de los demás. En un círculo de contorno ilimitado cada punto se convierte en el centro del universo. La capacidad de ver toda la existencia desde una perspectiva no centrada en uno mismo es primordial en la identidad Shinto con la naturaleza y constituye también lo que el Budismo llama sabiduría, que en su más alta expresión no es otra cosa que compasión.

Esta forma de pensar es la esencia de todas las Vías marciales y culturales en la tradición japonesa. El aikido es una formulación moderna de esta esencia, perfeccionada por el genio del Maestro Morihei Ueshiba (1883-1968). Explicando el objeto de su arte en una conferencia que dio en una ocasión ante un público no especializado declaró:

El Budo no es un medio para derribar al adversario mediante la fuerza o el uso de armas letales. Tampoco se propone conducir al mundo a la destrucción mediante las armas u otros medios ilegítimos. El verdadero Budo requiere ordenar la energía interna del universo, protegiendo la paz del mundo y moldeando y preservando en su forma justa todo lo que existe en la naturaleza. Entrenarse en el Budo equivale a fortalecer, dentro del propio cuerpo y de la propia alma, el amor a los kami, las deidades que engendran, protegen y nutren todo lo que hay en la naturaleza.

El Maestro Ueshiba recalcaba constantemente que un arte marcial debe ser una fuerza generadora de amor que a su vez nos conduzca a una vida rica y creativa. Esta fue la conclusión de la búsqueda de toda su vida como hombre dedicado a las artes marciales. En una de sus últimas charlas proclamó: «El aikido es el verdadero budo, la obra del amor en el universo. Es el protector de todas las cosas vivas, el instrumento que da vida a todo, a cada cosa según su condición individual. Es la fuente creadora no sólo del verdadero arte marcial, sino de todas las cosas, nutriendo su crecimiento y su desarrollo.»

Al ser una forma de arte marcial tradicional, el aikido lleva a cabo este amor universal a través de un riguroso entrenamiento corporal. Sin embargo, la dura disciplina no puede separarse del desarrollo mental y del auténtico crecimiento espiritual. Aunque puede que muchos no lleguen a alcanzar este objetivo, no obstante, el elemento crucial es el proceso de entrenamiento, que no tiene principio ni fin, y mientras se esté en ese camino, la realización última del aikido como Vía de la vida -más allá de cualquier arte marcial-, puede manifestarse en el momento más inesperado.

Tenemos la suerte de que el hijo y heredero del Maestro Ueshiba, Kisshómaru Ueshiba, cabeza (Doshu) actual del aikido, haya accedido a esta traducción de su obra original en japonés. Su interés estriba en que la esencia pura del aikido, no adulterada por los egos competitivos, tanto personales como nacionales, se mantenga firmemente en el centro del entrenamiento y de la práctica. Después de todo, dojo, «el lugar del esclarecimiento», es una palabra derivada del bodhimanda sánscrito, el lugar donde el yo con ego se transforma en el yo sin ego.




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