La
perfección técnica
Por Raymond Thomas. Tomado del
libro Sabi-Wabi-Zen
Con este capítulo abordaremos un elemento
primordial en las artes orientales y desde luego en las artes de inspiración
Zen.
Se trata de la perfección en el terreno
técnico que llegan a alcanzar los maestros japoneses. Este aspecto no pasa
desapercibido a los occidentales, pero es muy difícil que un occidental tenga
la paciencia y la voluntad de trabajo para someterse al entrenamiento constante
al cual el artista Zen se somete prácticamente durante toda su vida, y desde la
misma niñez.
La forma de enseñanza en todas las artes es
siempre la misma: se basa en la imitación y la repetición, y no, como en
Occidente, en el estudio literario y las explicaciones intelectuales. Ya en
otro capítulo hemos señalado el problema ante el cual se encuentra un profesor
cuando tiene alumnos occidentales. Siempre habrá un alumno para plantear
preguntas “lógicas” del tipo “¿Por qué?” o “¿Qué quiere decir?” o “¿Para qué
sirve?...si el profesor es occidental, espera estas preguntas y responde de una
forma más o menos razonable, incluso cuando para ello tenga que inventar la
respuesta. Pero, cuando el profesor es japonés, se queda con la boca abierta, no
sabe qué contestar. Hemos oído un día un Sensei (maestro en artes marciales)
contestar así a este tipo de preguntas. “No sé, nunca me habían planteado esa
pregunta”. Y efectivamente, en Japón los alumnos no plantean preguntas al
profesor. Si algún día un alumno siente curiosidad por un punto particular, lo
pregunta a un “señor” (un alumno más adelantado que él), pero no al maestro,
porque piensa que si éste no ha dado la explicación es porque no había lugar
para tal explicación.
Por consiguiente: no hay explicaciones
durante la enseñanza. El maestro, de vez en cuando, hace una pequeña
disertación, y durante la clase corrige la forma de trabajar.
Pero ¿Cómo se lo arreglan para enseñar?
Sencillamente demostrando. Es inconcebible, en el Japón, que uno que enseña no
sea capaz de efectuar lo que enseña. Podríamos decir que se hace una diferencia
entre el profesor, que enseña la “teoría”, y el maestro, que enseña la teoría y
la “práctica”. Por consiguiente, podríamos decir para resumir, que el maestro
muestra la técnica, y los alumnos intentan imitarla lo mejor posible. Desde
luego, para que este sistema funcione, la demostración hecha por el maestro
debe aproximarse mucho a la perfección, sino no sería un “modelo”.
Siendo imprescindible que el maestro sea un
“ejemplo vivo”, los alumnos -por su parte-deben imitarlo lo mejor posible, y el
único camino para llegar a un resultado cierto es la repetición constante de la
misma técnica, hasta que el cuerpo la ejecute “automáticamente” como si se
tratara de un modo de hacer “instintivo”. De este modo cuando tenga que actuar,
la mente no se preocupará por el “cómo hacer” ya que éste “se hará por sí
mismo, sin intervención voluntaria del espíritu”.
Este tipo de enseñanza es el que se utiliza
en casi todas las disciplinas. Por ejemplo, para aprender a pintar con tinta
china, el alumno busca un maestro que lo acepte como discípulo, y esto tampoco
es tan sencillo como se supone. Pero una vez aceptado, el discípulo se
compromete a obedecer ciegamente a su maestro, estableciendo así una relación
parecida a la de un padre a un hijo.
Volviendo a nuestro ejemplo de la pintura,
acaso tendríamos que decir lo mismo del dibujo Zenga: desde la primera lección,
quizá desde el primer contacto entre maestro y discípulo, se establecen unas
relaciones basadas en la jerarquía maestro-alumno, que no plantea ningún tipo
de problema en Oriente. Pero cuando el alumno es occidental, comienzan los
malos entendidos. Lo primero que enseñará el maestro, demostrándolo, es decir
haciéndolo, será cómo preparar el papel en el suelo; al discípulo occidental se
le enseñará a preparar la tinta china, mezclando, o mejor dicho, frotando un
bloque de tinta solidificada sobre una piedra especial y mezclándola con agua
para obtener el color y la fluidez deseada. Después a escoger y preparar el
pincel adecuado. Todo esto parece simple, pero el principiante pasará días
antes de llegar a dibujar sobre el papel, y eso ya es un primer entrenamiento
en paciencia y concentración. Cuando estos preparativos están preparados, el
maestro dibujará una raya, recta o curva, y el alumno deberá copiarla lo más
exactamente posible.
Luego, cuando el maestro juzga que su
disciplina ha superado las dificultades técnicas contenidas en la lección,
complica las cosas, añadiendo nuevas dificultades: pero sí, por ejemplo la meta
es aprender a dibujar un pájaro, el alumno debe seguir siempre copiando los
dibujos que haga el maestro, y nunca dibujará un pájaro real, vivo o muerto. El
modelo es el dibujo que hace el maestro y no la naturaleza. Sólo cuando el
discípulo haya superado todos los problemas técnicos, estará autorizado a
dibujar según su sensibilidad, diríamos a su manera, según su personalidad,
pero no antes. El maestro enseña un camino y, por lo tanto, una forma de
pensar, sentir y actuar. Y lo hace a través de la técnica. Por consiguiente,
para él, lo importante es la técnica, y vigila que ésta sea lo más pura
posible, de cara a la experiencia tradicional. La personalidad y las opiniones
personales del alumno no tienen importancia, al contrario, pueden ser un
estorbo , por lo tanto se le exige una disciplina de hierro y sobre todo no
efectuar ninguna innovación, ninguna iniciativa personal. Solamente intentar
imitar lo mejor posible, para coger la manera, la destreza, -eso que una vez
adquirido permite al cuerpo actuar sin que el espíritu tenga que intervenir,
logrando la acción espontánea.
Pero, lo que además es diferente en la forma
de comportamiento de los japoneses, es que, desde el momento que han decidido
emprender el estudio de un arte y escogido un maestro, nada los desanima. Si el
maestro dice que hay que dibujar círculos, se pondrán a dibujar círculos hasta
que el maestro diga basta.
Un occidental, en el mismo caso, dibujaría
cinco o seis círculos y diría “Maestro, ya he dibujado círculos, ¿qué debo
hacer ahora?”. Con este sistema, desde el punto de vista oriental, nunca sabrá
trazar un círculo. Un oriental nunca pretenderá “saber” dibujar círculos, aunque
para nosotros parezca imposible que se pueda llegar a dibujarlos tan perfectamente
sin compás.
De allí surge esa perfección que nos asombra
cuando vemos actuar a los maestros, o cuando examinamos sus obras.
Esta maestría técnica, este domino del arte
es común a todas las artes Zen, y ella se debe a que a ningún “aficionado” se
le permite exhibir sus “talentos”, ni desde luego decir que “domina” tal o cual
cosa. En las artes se acostumbra a hacer una clasificación, según el grado técnico
alcanzado, y estos grados se llaman dan.
Es rarísimo que un japonés indique su grado,
y menos que se vanaglorie de él, cuanto más alto sea su dan, menos hablará de él.
Se puede conocer a un japonés y tratarlo mucho tiempo ignorando completamente
que es un experto en tal o cual cosa, hasta que un día un acontecimiento fortuito
lo descubre. En Occidente, sería la primera cosa que se diría. Les asombra oír
a un occidental pretender “dominar” tal cosa, cuando una vez puesto a prueba,
advierten que ni siquiera se le puede considerar como un discípulo adelantado; y
lo que les extraña todavía es más la falta de conocimientos básicos que
demuestran, aún teniendo bastante tiempo de práctica. La razón es justamente
esa falta de paciencia que hace saltar etapas, ya que se quiere correr antes de
saber andar. Los maestros suelen decir que quien no tiene dificultades al
comienzo, las tendrá más adelante. Cuando surge una dificultad, el japonés no
se conmueve. El occidental, si ante la dificultad pregunta al maestro qué tiene
que hacer, casi seguro que lo único que tendrá como respuesta será: “aprender a
tener paciencia, esperar el tiempo necesario”. En realidad, en todas las artes
y en su enseñanza, se busca que el practicante se olvide por completo de sí
mismo y que actúe libre de intención. Para llegar a ese punto de
desprendimiento es necesario que la ejecución exterior, es decir la utilización
de la técnica apropiada, surja con espontaneidad, prescindiendo de toda reflexión.
Pero esto, a su vez, necesita miles y miles de repeticiones del mismo
movimiento, para llegar a este automatismo del cuerpo, al punto que basta
pensar en la palabra círculo para que el círculo se dibuje, perfecto, sin que
el control de la mente tenga que intervenir.
El alumno japonés, en general, tiene una
buena educación, es decir buenos modales, y cuando escoge un arte lo hace
seriamente y se apasiona por él. Además profesa hacia su maestro una veneración
sincera y exclusiva. Por tanto, el maestro no tiene dificultad en persuadir al
alumno que lo imita concienzudamente en su forma de actuar. El maestro, entonces,
no espera que su alumno haga preguntas, lo deja continuar sus tanteos y aguarda
con paciencia los progresos de su protegido. Hay tiempo, los dos saben esperar.
No se trata, al principio, de fabricar un
artista, sino un artesano que domine perfectamente su oficio.
Con este método, llega el momento en que el
alumno no es capaz de diferenciar si es la mente o el cuerpo el responsable de
la obra. Cuando el maestro actúa, lo hace como si se encontrara sólo, sin
prestar ninguna atención a los alumnos.
No los mira, ni, desde luego, les habla. Se
absorbe completamente en su trabajo, aquí y ahora. Y eso, clase tras clase,
siempre repitiendo los mismos gestos sin prisa, sin saltarse ni uno solo.
Cuando considera su “demostración” acabada, invita a sus alumnos hacer lo
mismo, lo más exactamente posible, con la misma técnica y la misma concentración
mental.
Este camino hacia la maestría es muy difícil
y penoso. Muy a menudo el alumno no abandona debido a su fe en el maestro. El
camino es algo personal y el maestro no es nada más que ejemplo: el guía que
enseña el camino que cada uno tiene que recorrer por sí mismo. Nadie lo puede
recorrer por nadie.