jueves, 21 de julio de 2011

De la personalidad en el Tatami

De la personalidad en el Tatami

Adriana Llanes (julio, 2008) 



Tengo la convicción de que en la vida de todo aikidoka sólo existen dos momentos realmente memorables: el día en que inicia su práctica marcial (su primera clase) y el día en que se retira. Todos los demás instantes son pasajeros. Cada día de práctica trae su propio afán. Sin excepción todos vivimos instantes de alegría, de tristeza, momentos de júbilo y otros de frustración y rabia. La tarea de aprender es de nunca acabar. Cada cual recorre su propio camino y sólo con el tiempo se descubre que la técnica es la llave que acciona un universo de situaciones y posibilidades.

Pero, como aún no me he retirado (y confieso que tengo la firme intención de practicar hasta que el uso del pañal y/o el caminador me lo impidan), sólo puedo referirme al memorable momento de mi primera clase de Aikido.

Recuerdo que ese día, paradójicamente éramos dos los novatos. El Sensei y yo. Aquel día él también se estrenaba como Sensei. Esta fundando su primer grupo. Para ese momento había dado clases en otros sitios, pero bajo el rótulo del “sensei de remplazo” porque no vino nadie más. Poco hablamos en aquella ocasión (quienes conocen al sensei Albero Botero “Beto” saben que es de pocas palabras) pero ese día, me dijo un par cosas que me quedaron gravadas: “En el tatami uno ve quien es quien. Los defectos y las cualidades de cada uno salen a flote. En la práctica no hay combate, el combate es con uno mismo. Por eso lo más importante es entrenar, lo demás, viene después”.

Y esas palabras que por la emoción del momento, me parecieron vanas, fueron mi sentencia. Recuerdo que luego de caer y levantarme, e intentarlo una y otra vez, no me dolía el cuerpo, sino el ego. Me sentía torpe, realmente torpe (con dos pies izquierdos que no me obedecían). Cada noche abandonaba el dojo llena de ira, y al otro día regresaba para intentarlo de nuevo (ese hombre de la falda no iba a poder conmigo!). Como a los 15 días de este deplorable espectáculo, mi Sensei me dijo en tono burlón: “¿perfeccionista, Adrianita? Hay que tener paciencia con todo, incluso con uno mismo. Todo es un proceso”.

Creo que duré rabiando un par de meses. Esa fue la primera (y honesta) sensación que tuve cuando me encontré con el Aikido. No sentí la armonía que me prometían en el folleto de la academia, ni el amor puro y sincero, la paz y la tranquilidad, sentí ira. Una fuerza que como cualquier otra, en sí, no es ni buena ni mala. Es sólo una energía que puede llevarte a un resultado positivo o negativo en tu vida. Depende de tu elección. En mi caso, ese sentimiento de ira y frustración, me dio persistencia. Tomé la decisión de aguantar. De mantenerme.

Con el tiempo, y ya dominada la parte básica del popular ukemi (que confieso, sigo aprendiendo) empecé a encontrarme con otros problemillas técnicos. Mover a Uke sin halarlo, pellizcarlo, empujarlo, regañarlo y sin ponerle cara de damisela en peligro. Necesariamente me tocó echarle mano a la técnica. E intentarlo una y otra vez. No faltó (y no falta, por fortuna) el fortachón que alguna vez se puso al frente con un rostro que reflejaba una extraña mezcla entre vanidad e incredulidad respecto a lo que yo (y por supuesto él mismo) estaba haciendo.

¿Por qué no se deja mover? Pero, ¡si lo estoy haciendo igualito al Sensei!. Luego de cada explicación (que el centro, el epicentro, la fuerza centrípeta y la centrífuga, el punto muerto, etc.), confieso que ponía cara de entendida para ocultar mi más perfecta ignorancia. Pero cumplía mi condena. Sólo entrenaba.

Los exámenes de kyu siempre fueron una experiencia agridulce (un poco tortuosa pero al final agradable). Eran el momento perfecto para mostrar que había trabajado fuerte, que era dedicada, que había avanzado. Pero siempre me pasaba algo inesperado. Me tocaba el uke renuente o el uke gelatina (que temblaba y se desarmaba con solo verlo), o en el peor de los casos, mis conocimientos de japonés con toque latino-tropical me jugaban malas pasadas y se me enredaba todo.

Por fortuna nunca perdí un examen. Sin embargo, siempre me sentí extraña. Sentía que podía dar más y a la vez que me faltaba mucho (inocentemente pensé que eso se me iba a pasar cuando presentara el primer Dan y la verdad, es que horror! no se me pasó!. Continúo cumpliendo mi sentencia: sigo entrenando y cada vez me convenzo más de que Aikido demanda un trabajo de nunca acabar).

Pero, ¿Cuál es el punto? ¿Porqué Adriana hace una apología de su experiencia en el Aikido (por cierto, ¿Quién es esa… Adriana?)?.

Porque ahora que llevo la Hakama y tengo que ubicarme frente a los más novatos y los veo confundidos y hasta desesperados me veo a mí misma reflejada (y bueno, me siento tan novata como ellos). Pienso, que debe ser algo comparable con la sensación de un maestro de orquesta que debe afinar un grupo de músicos de variados instrumentos y habilidades…pero que para ponerlo en términos de Aikido, le toca seguir una partitura con  infinitos matices y con la cual, cada tanto debe hacer un solo, que pone en evidencia, que si, el muchacho se esmera, pero no esta exento de desafinar (motivo por lo que el pobre siempre debe estar estudiando! Si no, pierde la esencia de su arte)!.

Cuando se intenta enseñar se aprende cantidades, y por cada pregunta que se responde, surge para quien enseña, varias preguntas más. Observo y advierto que entablan una fuerte lucha contra sus miedos, autoconceptos, y vanidades. Esa guerra también fue y es mi guerra interna (no creo que en esta vida me ilumine, así que me he resignado a vivir con ella). En esta fase, ocurre con frecuencia que las emociones afloran y esa terquedad, vanidad, arrogancia, miedo, ira… todo ese ruido que se guarda en la cabeza, se convierte en un arma de largo alcance que usualmente lanza su proyectil contra el incauto que está al frente (el compañero o el sensei… cualquiera de los dos lleva!).

Entrando un poco a términos más abstractos, pienso que esas actitudes que reflejamos en el tatami no son nada diferente al reflejo de nuestra constante lucha contra el ego y el apego (apego que para algunos, es el mismo ego pero invertido), que mezclado con un poco de emoción, genera un coctel explosivo. 

Cuando queremos someter a uke a como dé lugar (sin importar lesionarlo), y buscamos desesperados sentirnos poderosos en el tatami, y halamos a uke porque vemos en la técnica que debemos proyectarlo o someterlo a como dé lugar, tenemos un ataque de ego. Necesitamos sentir que lo estamos haciendo bien. Se trata del YO en su máxima expresión.

Pero ¿qué pasa cuando nos muestran algo nuevo o simplemente entrenamos con alguien que nos exige un poco más? La reacción más común es intentar hacer abstracción mental. Eso no es conmigo. Oprimimos control+alt+supr. Intentamos huir a ese estado de inconsciencia donde somos felices!. Y qué decir de las correcciones…sobre todo cuando ya llevamos un buen tiempo practicando (sí así me funciona, está bien hecho!... ¿Cómo así? ¿Es que cambiaron la técnica? Ay Nooo!, yo no me complico con eso… esta es la que me aprendí en el dojo! Y sirve! Mi sensei me dijo que la hice bien en el examen!). ¿Qué respire y me relaje? No me vengan con el cuento de la respiración (palabrerías!)... ja! y la relajación (no moleste! Le digo, que estoy relajado y esa vena brotada en la frente es de nacimiento…y el brazo rígido, es de una lesión que tuve…en otra vida!!).

Ignoramos lo que nos dicen y queremos mantenernos en ese punto, en esa isla de confort en la que nos ubicamos. El apego. Yo sólo estudio y practico el estilo de “X” Sensei. Ese aikido no sirve (sólo el que yo practico es el real). ¿Qué tengo que aprender de ti, si ni siquiera te puedes tocar la punta de los pies?.

Sin querer insinuar que tengo la verdad revelada en estos temas, reconozco que estoy convencida que al caer en las trampas que el ego y el apego nos crean en el tatami (el mundo práctico del Aikido), traemos a nuestra vida una serie de obstáculos que necesariamente nos estancan en nuestro desarrollo marcial y personal. La mayoría de maestros en Aikido enseñan que para crecer como practicante es fundamental la humildad (desarrollar la capacidad de vaciarnos a nosotros mismos una y otra vez), y mantener la mente del principiante (estar dispuesto a aprender y a repetir la forma una y otra vez…poder ver cada técnica con la misma disposición y fascinación que tuvimos cuando la vimos por primera vez).

Pensando en la humildad y en la necesidad de tener consciencia de la lucha contra nuestro ego y apego, me atrevo a hacer una analogía con el mundo animal. Si observamos con detenimiento, advertimos que pocas especies nacen totalmente desnudas (sin pelos, plumas, escamas y demás). Como lógicamente lo infieren, la especie humana es claramente una de estas rarezas. Pero hay algo que no entiendo. Somos la única especie que desde el nacimiento, se esfuerza por enseñarle (y proporcionarle) a sus infantes máscaras, vestidos y adornos, hasta que llega en un momento en el que ellos terminan olvidando que debajo de todo eso, está el mismo personaje desnudo y sencillo que vino al mundo.

Como diría el Sensei Beto, en el tatami mostramos quienes somos realmente. Los invito a investigar quienes son realmente. A observar las manifestaciones más profundas de su personalidad (y de sus emociones) en el tatami. Y a tomar consciencia de que en el Aikido, como la lucha es interna, lo más importante es pulir el espíritu (y que las respuestas a todas esas preguntas que surgen, están en cada uno…hay que observarse). La técnica es la técnica, y con práctica y disciplina a TODOS sin excepción, algún día nos saldrá bien. Creo firmemente que sólo cuando logramos superar ese conflicto entre ego y apego, estamos en paz. Logramos la armonía anhelada. Sólo sí logramos entrenar sin odio, sin amores, sin temores hacia nuestros compañeros y hacia nosotros mismos hacemos realmente Aikido.

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